lunes, 27 de junio de 2011

Radiografías de oído para el desolvido

El cassette, solo un icono rodeado de humedad
(Foto: Ruy Ramírez)
Aunque las vidrieras de los shoppings ya no exhiban pasacassettes para su venta, de seguro en más de una casa se conservar, casi como pieza de colección, algún radiograbador macizo y obsoleto. Probablemente todavía funcione, si es que nos atrevemos a concretar aquel remoto gesto de introducir un cassette, presionar el botón de "Jugar" y dejar que su mecanismo analógico, lleno de sonidos maquínicos, se ponga en marcha. Comprobado: la vieja casetera no ha dejado de funcionar. Aun cuando haya pasado de moda, aun sustituida por tecnologías más pulcras, eficientes, digitales.

Recuerdo la revolución que habían supuesto en mi cotidianidad musical los primeros discos compactos (y el no tener que esperar horas de rebobinación), ahora enormes artefactos que ocupan demasiado espacio y revelan el paso del tiempo: se rayan, se descascaran, se pierden en estuches que no les corresponden.

Esos problemas tan físicos y táctiles han desparecido en la liviandad incorpórea de la música digitalizada, intangible, reproducible hasta el hartazgo sin riesgo alguno de degastar los soportes. Lejos de implicar un mero cambio de formato, el mp3 ha supuesto una significativa transformación de la producción y recepción musical. Por "recepción" no me refiero a inaprensibles consumos abstractos, sino a las prácticas cotidianas por las que escuchamos música, la grabamos, la pausamos, la re-producimos y la re-reproducimos (sé que suena como un spot de televisores para la Copa América). Y de qué práctica receptiva hablar con mayor propiedad que de la mía propia. Here we go.

Días de radio de ayer y hoy
En estos días en que las voces radiales son mis compañeras de amaneceres y atardeceres en largos trayectos suburbanos, las agujas de la nostalgia no tardan en punzar. Al pasar de una emisora a otra me asalta la niñez con aquellas tardes de domingo pobladas de escuchas radiofónicas.
Colecciones de canciones rotuladas con lapiceras...
(Foto: Maite Domínguez)


Mil novecientos noventa y ocho. Horas y horas girando la ruedita del dial hasta sintonizar una canción que me hiciera sonreír. Cuando al fin una se asomaba, lo hacía con una emocionante duda: ¿era el estribillo inicial o, lamentablemente, el del final? En su versión completa o segmentada, iba grabando ("record-ando") las canciones que me gustaban en un eterno cassette transparente donde se solapaban capas de música mal sintonizada, con ese brillo inconfundible del ruido de antena o el eco de otra emisora vecina colado de manera subrepticia. Cuando las cintas se enredaban, las alisaba con la ayuda de una lapicera que introducía en los "ojos" del cassette.

Tenía una magia irrepetible el hecho de que esa canción que se esfumaba y que no había podido ser registrada, quizás nunca volviera a ser escuchada. Por más que anotáramos su nombre, no había demasiados caminos para reencontrarla.


¿Por dónde viaja la música digital?
(Foto: Jorge Pérez)

Con la panacea de Internet y los programas corsarios de subibajas musicales, esos caminos se han multiplicado en proporciones infinitesimales. Desnudas y accesibles, todas las canciones pueden hallarse en sus incontables versiones a través de la red. Pero al desaparecer una dificultad, ha desaparecido también la magia: ya no tienen sentido -como dijo una vez Dobrich en su columna radial- los tracks escondidos en los álbumes, ya no grabamos las canciones en pedacitos para armar nuestros collages personales, ya no hay riesgo de perder eternamente aquella melodía que nos erizaba. Manipulamos, eso sí, toneladas de datos, incluso discografías enteras de décadas enteras. Mi temor es que por la desaparición del miedo a perder las canciones, también se deteriore la forma de quererlas.

Los afamados cambios que han zanjado la transición al siglo veintiuno han sido de tal aceleración que incluso nosotros, individuos en los veintitantos, tenemos nostalgias. Nostalgias que también involucran a las tecnologías, terreno medular de los cambios, noción tan fría y aséptica como el plástico utilizado para fabricar las cajitas del casette, pero en torno a la cual cada uno instituye sus prácticas, sus rutinas, sus apropiaciones singulares que, al compartirse, como estoy haciendo ahora, incrementan esas melancolías colectivas.

4 comentarios:

KoLo dijo...

Recuerdo rebobinar con una Bic. Que se me enredara la cinta. Tener mitades de canciones y escucharlas una y otra vez. Hoy la música es abundante, y quizás por eso, no la valoremos tanto. Me encantó Marianita! Abrazo!

FLACA dijo...

Recuerdo la decepción que sentí cuando, el día de mi cumpleaños de 15, mi padre no me regaló el grabador a cassette (lo último de lo último) que se grababa a través de un micrófono ( no desde la radio o un disco) y, en su lugar, me dio un anillo de oro con una perla.¡Casi me muero!...Sin dudas, a él le parecería que para una ocasión como los 15 de su hija mujer licía muyo más una joya. No sé cómo hice para no ponerme a llorar a gritos.

También recuerdo cuando mi hija adolescente encontró en un cajón, olvidado, un cassette con Silvio y Pablo cantando y los descubrió.También casi me muero, pero de emoción.Aquel viejo cassette logró vencer los roles, el tiempo y las diferencias generacionales, y unirnos en los conceptos, en la poesía y en la música.

La vida tiene esas cosas, como los cassettes, de ida y de vuelta.

FLACA dijo...

Fe de erratas: "lucía", "mucho".

Ruy Ramírez dijo...

La opulencia digital es la ley que rige el ahora musical. De tantas opciones y caminos abiertos uno pierde la capacidad de elegir un camino y de tener la falsa creencia de trazarlo. Con tantas cosas al alcance de la mano a mi no me la gana agarrar nada. A veces todo es nada.