Esta columna podría llamarse “Les nuits avec eux, n’importe quoi except l’ennui (las noches con ellos, cualquier cosa menos aburrimiento) o la importancia de llamarse Woody Allen con ciertas consideraciones filosófico-literarias como extra, o más bien un intento por no arruinar lo que venía bárbaro desde ayer en este intento de columna colaborativa”.
La obra de Woody Allen está poblada y gobernada por la luz desde el punto de vista compositivo del cuadro, y por la luz que proyectan los personajes; y para continuar con los lugares comunes, voy a incurrir en la redundancia de expresar que pocas cosas son tan maravillosas como iluminar desde París.
Y las cosas se dieron como era de esperarse, y la salida de la sala hablaba a través de los rostros de los concurrentes del regocijo por encontrarse con una hermosa película, sí con estereotipos, sí con giros argumentales repetidos que se pueden rastrear hasta treinta años hacia atrás de la misma pluma, etc. ,etc. … Sin embargo, la magia prometida por Allen nos sigue empujando a las salas, a veces, con suerte, más de una vez al año; y lo cierto es que no se puede más que coincidir con aquellos que sostienen que esta es una de esas que entra en la lista de las mejores, según esos Allenólogos de nuestra pop culture que pululan por todo el orbe.
Yo no sé los motivos, siento que tal vez ponerme a escarbar demasiado en el cómo de sus trucos le haga mal al encantamiento que prefiero sostener casi de modo infantil cuando se trata de él.
Por todo eso, dentro de las pocas cosas que quiero subrayar en este pseudoanálisis (que se va a descarrilar para cualquier lado en apenas un par de líneas) es que la performance del reparto en cada escena sobrepasa lo formidable. Pocas veces quedé tan satisfecha por el trabajo actoral de un ensemble magnífico donde todos daban la pauta de estar haciendo algo increíble, el ejemplo más claro tal vez por la intensidad de su casi cameo tan breve como inolvidable haya sido Adrien Brody en la piel, la voz y hasta el acento de Salvador Dalí.
Pero no por lo remarcable de las labores de los actores que encarnaron los pasados me quiero olvidar de los que hicieron del 2010 las pesadillas martirias, las guías -en varios sentidos- o las esperanzas de final feliz de Gil (el protagonista encarado más que muy bien por Owen Wilson).
Personalmente, fui complacida en lo mucho que esperaba de Marion Cotillard, Rachel Mc Adams, Michael Sheen (que por suerte cada vez se le puede ver más en pantalla, y se las sigue arreglando para no descuidar el sitial ganado en la escena londinense -el equilibrio perfecto-) y del propio Wilson como alter ego modelo nuevo milenio de nuestro Allen-loser predilecto. Al respecto de mi calificación sobre este elenco seré categórica: si este cast por lo menos no pelea el SAG (Screen Actor’s Guild) Award 2012 como mejor elenco será por la envidia de sus propios colegas por no haber estado ahí.
Por otra parte, el film Midnight in Paris logra despertar una vasta multiplicidad de intereses que nos pueden conducir a las lecturas y relecturas de obras literarias y plásticas. Es que la calidad y candidez de los retratos de esos personajes que hicieron de esa París de los años 20 de los mejores escritores norteamericanos y el campo de acción de las vanguardias pictóricas como el Cubismo podrían ser objeto de muchísimas más películas, novelas u obras teatrales, además de las que ya existen.
Lo que me gustaría aclarar, y quiero ser estricta al respecto, es que la historia de este filme no se queda en la oda a la nostalgia de la capital cultural de los años veinte, la de las secuelas de la Gran Guerra, la de la Reconstrucción cuando la gran futura tragedia del siglo veinte no se mostraba aun así de amenazante en el horizonte.
Pero lo cierto es que la/el idea(l)- tópico de ensalzar la posibilidad de una Edad de Oro como una epifanía está en la esencia y paisaje de esta película como tesis a ser rebatida y se nos va dando pistas de ello con el paso de los minutos, de los días de Gil en París y se va a confirmar cuando viaje a lo que Adriana (su amada de los años veinte) considera La Edad de Oro (la Belle Époque –fines de siglo XIX-) y a su vez al conocer a Degas, Gauguin y Toulouse-Lautrec le confiesen su predilección por otro periodo más pasado todavía como el Renacimiento.
Toda esa cadencia máquinico-temporal que podría repetirse retrocediendo hasta quien sabe dónde me remitió casi impulsivamente al discurso de Don Quijote sobre la Edad de Oro (que se encuentra en el capítulo XI de la Primera Parte), del que quisiera citar dos fragmentitos: “…Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia (…) Entonces se decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente del mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos…”
Para el Quijote la Edad de Oro fue antes de la propiedad privada, a tal punto que todavía no existían los términos “tuyo” y “mío” y también recalca sobre la simpleza de la belleza femenina de aquel entonces y de la honorabilidad honesta de hombres y mujeres. Por más que quisiéramos distinguir algo quijotesco en Gil, y así lo hiciéramos, a sabiendas de que los valores utópicos compartidos no sean los mismos por todos los que añoran edades de oro, no deberíamos dejar de observar a la libertad y a cierta pureza espiritual acompañada por una claridad intelectual como valores añorados que se repiten.
A veces el tiempo nos lleva y trae a su antojo, lo digo porque cuando Gil entra a Shakespeare & Co., Sylvia Beach lo recibe aunque no la veamos en todo el film y está terminando la nueva edición del “Ulises” con Joyce discutiéndole en la otra punta del escritorio, por más que haya realizado esa visita durante el día, eso ya no importaba mientras estaba frente a la enorme pantalla en la oscuridad lo creí así.
Alice inmortalizada años después por su amada Gertrude Stein (notablemente interpretada por Kathy Bates) en la novela “Autobiografía de Alice B. Toklas” es la que le abre las puertas de casa a Gil y desaparece del relato, pero cómo es posible no nombrarla.
Su carisma y su inteligencia hicieron de Stein más que musa, gurú, conciliadora, mecenas de los artistas que la rodeaban profesándole una confianza absoluta, su corazón fue hogar y su casa refugio de una interminable lista de (por no decir todos los) talentos de la época. Se dice que al volver a los Estados Unidos por un breve periodo en los años treinta dijo: “Estados Unidos es mi país pero París es mi hogar”. Ella no solo fue protagonista sino que oficio de analista e intérprete de esta época citada en ensayos como “Retratos” análisis de trayectos y obras de pintores como Picasso y Braque, además de “Qué son las obras maestras y por qué son tan escasas” en la que habla de los porqués de los rupturistas: “…En otros tiempos un pintor decía que pintaba lo que veía, como es natural no lo hacía, pero de todos modos podía decirlo, ahora no quiere decirlo porque como lo está viendo no le resulta interesante. Esto tiene algo que ver con las obras maestras y con el porqué de que haya tan pocas de ellas pero no tiene todo que ver…”
Su modo de análisis tan francés y americano a la vez, está metido en nuestra decodificación cultural hasta para leer imágenes, aunque no sepamos su nombre (como le dije a Ruy a la salida del cine).
G. Stein por P. Picasso (1906) según varios especialistas esta obra funciona como transición entre el periodo rosa y el incipiente cubismo en el pintor español.
Para terminar esta columna que le quiso dar fundamento a la nostalgia (tarea difícil e inconclusa) desearía aludir a un personaje que robó de la platea de los mejores momentos de risa, uno de los protegidos predilectos de Miss Stein, y sin duda el más popular de los escritores que aparecen en el film: Ernest Hemingway (interpretado por Corey Stoll).
En “París era una fiesta”, él dedica a Stein los elogios más increíbles y bellos que su clásico pesimismo le permitió realizar, evocando por ejemplo la risa contagiosa y la mirada confidente que lo llenaban de seguridad –al menos por escasos momentos-. Para explicar un poquito mejor lo que sentí al ver a este Hemingway con el que conocía de antes, voy a repasar un pasaje del capítulo III de “Adiós a las armas”: “…yo solamente conocía el humo de los cafés, las noches en que la cabeza nos da vueltas y es necesario mirar un determinado punto de la pared, fijamente, para no seguir girando; las noches, en la cama, borracho, con la creencia de que no existe nada más que aquello (…) y, en la oscuridad, el mundo irreal que nos rodea se repite cada noche, es excitante, y uno lo hace con la convicción de que no existe nada más, y que todo nos es igual. Inesperadamente, algún momento de interés, después el sueño y el despertar por la mañana con la sensación de que todo ha terminado; todo es tan decisivo, tan duro, tan claro (…) Algunas veces la ilusión desaparece, incluso falta la alegría suficiente para salir a la calle. Pero siempre, en perspectiva, un nuevo día y con él otra noche, y la noche siempre es mejor a menos que el día sea claro y frío…”
Tal vez por ello se dé la presencia así marcada casi identificativa de Gil con él, ambos viven sus crisis, aunque de modos distintos. Deambular es el encanto, y de allí que deba ser a causa de un escape del que nosotros fuimos testigos por la voluntad maestra de Allen.
El delirio y la genialidad protegidos por la noche no parecen bajo estos preceptos como tan irrealizables.