miércoles, 18 de mayo de 2011

La insoportable levedad del ser bloguero

Como algunos de los que comparten su voz en este espacio, aprovecharé este debut mediorámico para puntualizar alguna cuestión sobre mi participación en esta página. Parafraseando a un viejo profesor: “presentémonos antes de representarnos”.
El peso de sentarse frente a una hoja virtual en blanco sabiendo que en horas será expuesta públicamente no deja de asustarme. Por otra parte, no me dan coraje ni los 140 caracteres de Twitter, y el Facebook directamente me produce un rechazo importante en medio de abrumadoras disquisiciones sobre qué pueden llegar a contemplar y producir los modos de publicar, compartir (de forma no pocas veces abusiva) para el propio emisor como para con el tiempo y la privacidad de los demás. Sin ir más lejos conozco a muchos feisbuqueros a los que les toma horas a diario ver solo en qué andan los demás, algo que, creo, nunca voy a entender. De modo que no sé, ni quiero saber entonces, qué podría mostrar de mí más que mi propio temor en caso de tener cuentas personales dentro de dichas redes sociales.
Entonces, estimados lectores se preguntarán: ¿qué hace alguien así escribiendo en un blog? Desde el principio, junto con mis compañeros hemos tratado de enfatizar (aunque sea para autoconvencernos) de que esto va en serio o que al menos es mucho menos frívolo que lo descrito anteriormente. Lo primero que pasa por mi mente para responder es que estoy acá para escribir y dejarme llevar (un poco al menos) por el encanto de ver cómo transformo las letras en ideas, me ilusionó creyendo que hago magia: escribo.

Sartre hablando de su juventud y su encuentro salvador con la escritura reflexionaba, explicándome mi propio sentir cuarenta y siete años después: “Yo comenzaba a descubrirme. No era casi nada, apenas una actividad sin contenido, mas eso no era necesario (…) el mentiroso encontraba su verdad en la elaboración de sus mentiras. Nací de la escritura: antes, no había más que un juego de espejos; desde mi primera novela, supe que un niño se había introducido en un palacio de cristal. Escribiendo, yo existía, escapaba de los adultos, pero no existía más que para escribir, y si decía: “Yo”; aquello significaba: “yo el que escribe”[1].

En fin, el deseo de escapar siempre está ahí en el camino, lo aceptemos o no, pero para darnos más energía al correr, es necesario mirar atentamente atrás y a los costados y darnos por perseguidos y atrapados solo si lo queremos; además de prestar atención a la vanguardia para tomarla como una guía que no se transforme en obstáculo. Éste es mi modo de darles la bienvenida, y decirles que desconfíen de mí tanto si les digo que solo es un montón de paréntesis en línea, como si los convenzo de que lo mío acá es realmente bueno.


[1] J.-P.Sartre, Les Mots, 2007 (1ªed. 1964), pág.126, Gallimard, Paris.

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